Primero nació el lenguaje figurativo, te dicen, alguien en un cueva quiso atrapar un deseo sobre la piedra y pintó por primera vez un animal, o un grupo de ellos, y se puso enfrente. Ese fue el primero en marcar la distancia y lo hizo con un hechizo de magia simpática.Así nos fue dicho. Después este mismo ser u otro como él contempló lo hecho como un gesto de poder y supo que con su trazo podía informar lo ajeno. Los animales fueron clasificados por carácter, atribuyéndoles propiedades, abstrayéndolos en atributos con los que poder investirse. Los animales se volvieron el reflejo de nuestros miedos, de nuestros deseos, ocuparon blasones, fábulas y logotipos, nada de lo nuestro se escapó a su influjo, nada de lo suyo a nuestra depredación.
La representación era ahora operativa, seguía siendo una invocación pero el peso de lo manifestado estaba ahora en sus efectos, tenían una utilidad, justificaban con ella su uso y su presencia en nuestros imaginarios. No estaban allí como una pregunta, sus contornos no articulaban los límites de un deseo de completud, tampoco de restauración del equilibrio perdido; eran solo un recurso, como la madera, el agua o la roca: la especie debía seguir avanzando. La idea de progreso de la sociedad occidental frustró la misma posibilidad de una relación de equidistancia y sentido de lo vital compartido. Solo eran una traviesa más en los tendidos de vías con que los hombres aplicaban la geometría al dominio.
Tanto tiempo ha pasado desde entonces que ahora resulta difícil pensar en cómo hubiese podido ser ese otro animal humano en armonía natural, solo queda idealizarlo, poner todavía más distancia entre nosotros y ellos, seguir sometiéndolos a nuestra voluntad de centro. El reino de lo humano ha dejado de ser animal.
Es una historia triste la que nos recuerda Isabela, y quien más quien menos se sentirá en algún momento embargado por la tristeza al ver sus fotografías, pero también por la vergüenza.
Isabela te expone a un grado sumo de afectación visual golpeando las retinas con la soltura de una fajadora silenciosa. Decir que estas imágenes te golpean, que te sientes agredido es el sentimiento más justo que podemos tener para con ellos, los animales. Es necesaria una retribución, aunque no sean estos los que la pidan. ¿En qué momento justo el mal gusto derrapa sobre los ojos y se torna tragedia? ¿Cuándo se pasa de la risa absurda al sentimiento de desprecio por tu propia especie? Isabela se mueve entre límites, reconociéndolos, haciéndolos visibles, sensibles. Estas imágenes estaban ya entre nosotros, pero han perdido su capacidad para removernos, hace falta revincularlas para poner en evidencia su violencia metafórica y disfuncional.
A ti que ahora te adentras en esta muestra te corresponde responder esas preguntas para que pierdan su condición retórica y sean vivenciadas. Tal vez luego el silencio.
Gonzalo Golpe